martes, 18 de noviembre de 2008

Una Bala en el Cráneo


El revólver describió un par de vueltas sobre su arco guardamonte, apenas unas décimas de segundo antes de encañonar al enemigo. El pulgar, experto y metódico, percutió el martillo, y, en ese preciso instante, el índice presionó el gatillo.

Un delicioso estruendo se apoderó sus sentidos.


Paladeó con regocijo el sabor de la bala perforando el cráneo, atravesando sin ninguna resistencia las primeras capas de corteza cerebral, abriéndose paso por los rincones más primitivos del raciocinio humano, terminando con cualquier halo de relativa consciencia; hasta, finalmente, brotar al exterior, arrastrando vísceras, exquisitas vísceras, pálidas, rosadas, grisáceas y ensangrentadas, regalando el suelo yermo y estéril de la estepa un color mucho más vivo y adecuado para la escena. Nada podía compararse con aquellos momentos, no había en el mundo nada más excitante y bello. Casi pudo escuchar ese aroma dulzón propio de la sangre.


El cuerpo inerte, desprovisto ya de toda vida, se precipitó contra la tierra, levantando una fina capa de polvo. Sus ojos vítreos y apagados, y su grotesca mueca, adornada por una nueva cavidad en la frente, conferían al cadáver un aspecto mucho más digno, propio de su condición. Además, el cabello rojizo de la víctima no hacía más que realzar la hermosura de su nueva obra, yacente en el suelo, cautivadora, caótica, irónica alegoría del hombre: vísceras y entrañas.


Ladeó su cabeza y sonrió, ensimismado, contemplando al caído.


Una violenta ráfaga de viento agitó sus ropajes, devolviéndole al mundo de los vivos, debía continuar su camino. Sobre él, un celaje monocromático, plagado de nubes cenicientas, haciendo del horizonte una realidad incierta, onírica en cierto modo. Sólo una tenue figura podía vislumbrar a lo lejos, un cuerpo cilíndrico que escapaba a toda reglar arquitectónica, algo así como una enorme estructura que ascendía más allá de aquellas insidiosas nubes.


Qué importaba, tampoco conocía otro lugar al que dirigirse.