martes, 23 de febrero de 2010

Recuerdo en el Cristal


Los segundos se tornaban más y más lentos, más pesados, más insoportables en el interior de aquella habitación. Los latidos del corazón del señor Winsloe cada vez se le antojaban más sonoros, sobre los cristales empañados de sus gafas se reflejaban las palabras del libro que ferozmente devoraba sobre la silla de su estudio tenuemente iluminado por una lámpara. La llama de la vela en el interior del cristal dotaba de extrañas formas a las sombras de las estanterías, repletas de libros, y a la enorme mesa, completamente plagada de diversos documentos y papeles. Todo ello acompasado por el inexorable devenir del tiempo, tic-tac, segundo a segundo.
Un destello se abrió paso por las cortinas que mantenían en penumbra la sala acompañado instantes más tarde por un sonoro estruendo celeste. La lluvia comenzó entonces a golpear con fuerza sobre el tejado de la residencia del señor Winsloe. La sinfonía con la que la naturaleza había decidido deleitarle sólo se veía levemente interrumpida por el roce de una página al pasar. Tenía en esto el señor Winsloe un gesto peculiar que se producía cuando la lectura le obligaba a cambiar de hoja: rozaba suavemente el exterior del libro con sus dedos índice y corazón para, a continuación, tomar con suma delicadeza la página y pasarla de forma paulatina, saboreando su reverso. Paradójicamente, a este delicado proceder le acompañaba una expresión de disgusto en su envejecido rostro, que hacía al señor Winsloe arrugar la nariz y fruncir sus labios en un ademán de asco.

De repente algo captó su atención. A la lluvia le faltaba algo, ese acompañamiento regular que marcaba el tempo de las gotas al caer. Inspeccionó con su mirada la habitación hasta centrarla en el enorme reloj de péndulo situado en la pared de enfrente. El segundero se había detenido, era como si el tiempo hubiese cesado en su incesante caminar. Marcaba las tres y media.
No obstante no fue esto lo que más turbó el hasta entonces sereno espíritu del señor Winsloe, pues de pronto reparó en la puerta de su estudio que en lugar de permanecer plenamente cerrada, estaba ahora ligeramente entreabierta. Dejó el libro sobre la mesa y mientras se incorporaba advirtió cómo el picaporte se enderezó inesperadamente y cómo una sombra se agitaba en la penumbra al otro lado de la puerta, desapareciendo de improviso. Ésta emitió un leve chirrido, desplazándose escasos centímetros.
Un escalofrío recorrió su espalda. Él vivía solo en su mansión, una opulenta casona de doble planta típicamente victoriana, con la señora Hubble, su ama de llaves. A pesar de su edad, la señora Hubble era una persona jovial y bonachona, de una personalidad alegre y enérgica que contrastaba notablemente con el carácter huraño y apático de su señor. Sin embargo era absolutamente imposible que ella irrumpiera en su estudio sin previo aviso, pues se había marchado a su pueblo natal a acompañar a su madre en su lecho de muerte hacía algunos días.
La curiosidad venció a la prudencia. El señor Winsloe tomó el asa de la lámpara y se dirigió raudo hacia el pasillo. Abrió la puerta del estudio completamente, iluminando a continuación el corredor. Nada, ni un alma, ni un ruido; todo seguía en su sitio. Se desplazó con cautela hacia las escaleras y descendió por ellas hacia la planta baja de la casa. Era posible que el cansancio y la edad le estuviesen jugando una mala pasada.

Avanzó lentamente, inspeccionando cada una de las habitaciones, hasta que llegó a la cocina. De pronto, la vela del farolillo que sostenía ante él se consumió y todo quedó a oscuras. Fue en ese preciso instante cuando al señor Winsloe le pareció distinguir una figura en el umbral de la puerta, a escasos centímetros de él. Estaba plenamente seguro de ello, podía sentir su presencia. Y ese olor, ese aroma, tan sutil y a la vez tan familiar… Pero aquello no era posible, ella ya no estaba allí, ni nunca más lo estaría. Nunca más.
- ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? –preguntó asustado mientras sus manos se agitaban temblorosas.
Un relámpago iluminó tenuemente la sala: no había nadie allí dentro. Tanteó en uno de los bolsillos de su bata en busca de una pequeña caja de fósforos para iluminar la estancia. La pequeña llama apenas le dejaba contemplar la sala; todo permanecía colocado del mismo modo en que el señor Winsloe recordaba haberlo dejado la última ocasión: una vajilla de porcelana amontonada bajo el grifo plateado, una mesa con los restos de la cena aún sobre ella… Nada fuera de lo normal, ni nadie extraño, sólo su propio reflejo frente a los cristales de la ventana.
El fósforo se consumió y el señor Winsloe se sobresaltó al escuchar otro trueno. El sudor empezaba a acumularse en su frente, y su corazón palpitaba frenético. Seguramente no fuesen más que imaginaciones suyas, pues nadie salvo él mismo, en ese momento, se encontraba en la enorme casa.


Restó importancia a aquel suceso, atribuyendo la causa a la fatiga y a la falta de sueño que le acompañaba desde hacía varias semanas. Deshizo el recorrido que le había llevado hasta la cocina, en esta ocasión a oscuras y algo más tranquilo. Subió parsimoniosamente las escaleras y se dirigió entonces hacia sus dependencias.
La tormenta comenzaba ya a amainar y la luz de la luna dotaba de un resplandor blanquecino a sus dominios: una amplia habitación con una cama de matrimonio deshecha junto a la ventana, abierta de par en par. Las cortinas de satén, con exquisitos bordados en el dobladillo final, se mecían al son de una suave brisa otoñal. Un par de cómodas a ambos lados de la cama y un armario junto a la entrada conformaban el resto del mobiliario del dormitorio. El señor Winsole, cansado, cerró tras de sí la ventana, y despojándose de su bata, se dejó caer sobre el colchón de plumas. Estiró todo su cuerpo perezosamente y cerró los párpados dispuesto a poner fin a sus inquietudes sumergiéndose en la oscuridad infinita de las estrellas.

Como si el destino se hubiera propuesto privarle de reposo, un estrepitoso alboroto despertó al señor Winsloe poco después de que lograse conciliar el sueño. Se trataba del molesto sonido del tono de su teléfono. Al parecer alguien, ajeno a la noche tan bizarra que llevaba, había decidido perturbarle a tan avanzadas horas de la madrugada. Se levantó entre quejas y maldiciones, poniendo rumbo al pasillo donde la máquina infernal proseguía con aquellas insoportables estridencias.
Enfadado, asió fuertemente el auricular. Una voz desconocida, pero a su vez tan intrínsecamente familiar le susurró al oído: “recuerda, recuerda…” Y de pronto colgó. De nuevo ese aroma, aquella dichosa fragancia envolvió la estancia.
¿Qué clase de broma era aquella? Turbado, buscó con la vista algo en lo que distraer sus pensamientos cuando otro trueno rompió bruscamente el silencio reinante en todo la casa. La tormenta había vuelto.
Desistió en su empecinado empeño por dormir y decidió que sería mejor seguir con el libro. Volvió a su habitación, recogió su bata y tomó de nuevo la lámpara, aunque optó por no encenderla. La oscuridad no suponía ningún tipo de traba o impedimento para él, es más, no le disgustaba en absoluto. Como hombre reservado y algo taciturno, se sentía cómplice de la noche. Ya no le gustaban los días, días monótonos y rutinarios, días que se sucedían sin apenas cambios, sin variaciones. Jornadas enteras enclaustrado entre informes de mercado, hojas de contabilidad y normativas burocráticas.
Llegó por fin a su despacho. Encendió la vela repuesta de la lámpara, se colocó las gafas y se acomodó en el sillón frente a la mesa.
Las páginas se sucedían una tras otra mientras un lápiz plagaba de anotaciones los márgenes. Era como si el señor Winsloe buscase una revelación mística, un conocimiento arcano entre todos aquellos párrafos, una verdad oculta en las palabras.
De repente el ventanal se abrió de par en par, seguido por una fuerte ráfaga de aire que traía consigo toda la furia de la tormenta. Los papeles del escritorio cobraron vida y echaron a volar caóticamente por todo el estudio.
El señor Winsloe se incorporó con rapidez y haciendo acopio de todas sus fuerzas cerró las ventanas. Fue en ese momento cuando pudo discernir en el cristal el reflejo de una figura ataviada de blanco que ahora permanecía en pie en el centro de la sala. Un escalofrío estremeció su ser, erizándole el cabello.

Se dio la vuelta. Era una figura femenina, envuelta en un precioso vestido beige bastante ostentoso y recargado. La oscuridad ocultaba sus facciones y no permitía al señor Winsloe examinarla en profundidad. Súbitamente la figura avanzó en su dirección, con gráciles movimientos, casi felinos. Su corazón parecía que iba a estallar, sus piernas temblaban y el terror comenzaba a apoderarse de él. Asustado, alzó con su mano izquierda la lámpara, iluminando el rostro de la intrusa.
En efecto, tal y como se había temido era ella… pero no era posible. Aquello no podía estar pasando…
Indiferente ante la iluminación, aquella visión de ensueño prosiguió con su caminar hasta situarse finalmente frente a él. Su mirada era nostálgica, triste, profundamente dolorosa. El señor Winsloe enseguida quedó prisionero de aquellos ojos, sumergiéndose en ellos durante toda una eternidad. Quince largos años habían pasado, y seguía tan hermosa, tan radiante… Se sentía feliz, pletórico, lleno espiritualmente por volver a verla. Una lágrima descendió por su marchita mejilla.
Sin embargo, a su vez, todo estaba bañado en un halo de oscuridad y horror. Su esposa estaba muerta, él mismo la enterró y aquello sólo podía significar una cosa…
De pronto ella, tan bella, tan perfecta, extendió los brazos abalanzándose sobre él, estrechándole fuertemente entre sus brazos. Por su parte, el señor Winsloe, confuso y paralizado, no pudo hacer más que romper a llorar. Notó un líquido en su vientre y no necesitó contemplarlo para saber de qué se trataba: era sangre.

- Recuerda, recuerda… Recuerda el doce de Septiembre… -le susurró ella afectuosamente al oído.


Y el señor Winsloe recordó. Recordó.

Visualizó aquella noche de septiembre, hacía quince años, cuando él era un joven en la flor de la vida, apenas recién casado con la mujer de sus sueños. Hacía frío y la luna estaba bien alta, resplandeciente. Helen y él acaban de disfrutar de “Carmen”, una magnifica obra de Georges Bizet, todo un portento. Ya era hora de volver a casa después de aquella velada. Todo se había iniciado con una romántica cena a luz de las velas en el restaurante más lujoso de todo Londres, después habían dado un paseo por el barrio de Mayfair bajo las estrellas para luego acudir a la representación. Era la mejor manera que tenía el señor Winsloe de celebrar la noticia que habían recibido esa misma tarde: Helen estaba embarazada de dos meses.
Ella caminaba con el paso torpe de los vapores del mejor vino francés, fuertemente asida a su brazo, para mantener el equilibrio. Helen esbozaba una tímida sonrisa que escondía todo un torrente de palabras, afectos y sensaciones que no hacía falta pronunciar, pues él podía leer detrás de ello con exquisita precisión.

De pronto, unos pasos acelerados doblaron la esquina que unos segundos antes acababan de dejar atrás. Se dieron la vuelta lentamente y entre la suave neblina pudieron divisar a un hombre de mediana edad, menudo y de ropas descuidadas, con una botella en la mano siniestra y una pistola en la diestra. Recordaba perfectamente el odio en su mirada, la ira en su voz. Nunca olvidaría serían sus palabras: “Señor Winsloe, cerdo capitalista, ¡es usted escoria!”. El pulso del proletario temblaba, aunque la fuerza con la que sus dedos sostenían el revolver, la posición de sus hombros y el reflejo de su rostro a la luz de la noche indicaban que no dudaría en apretar aquel gatillo.
Recordaba el señor Winsloe estar terriblemente asustado, no dejaba de pensar que aquel no podía ser su final: tenía tantas cosas por hacer, tantos sueños por cumplir. Y lo peor de todo era que no podía hacer nada por arrebatarle el arma ya que se encontraba demasiado lejos para actuar sin ser disparado. Helen se aferraba cada vez con más fuerza su brazo, asustada. Hubo algún fútil intento de persuasión por parte del señor Winsloe, pero era imposible razonar con el dogmatismo, la furia y la ignorancia. No pudo hacer nada.
Todo transcurrió a continuación demasiado deprisa. Repentinamente el obrero disparó su arma contra él, y antes de que pudiese darse cuenta Helen se situó en la trayectoria de la bala. Ésta le impactó en el vientre. Instantes más tarde la sangre comenzó a brotar, manchando su vestido, su precioso vestido.
Helen tardó horas en morir, agonizante sobre el asfalto. El médico no consiguió siquiera mitigar su sufrimiento.
Todo lo demás se le antojaba ya confuso. Supo, por informes policiales, que hubo un segundo disparo, al parecer aquel bastardo se había suicidado.

Aquella herida nunca había llegado a sanar, aquel dolor nunca desapareció. Las lágrimas cesaron, sus músculos se relajaron, y una intensa serenidad invadió su agitado espíritu.
- Yo… Lo siento, lo siento tanto- susurró Adam Winsloe al oído de su amada- Yo…
- Lo sé, amor mío. Lo sé…

Días más tarde, cuando la señora Hubble regresó de su viaje, gritó horrorizada al encontrar el cadáver del anciano en el sillón del estudio, detrás de un montón de papeles desperdigados y ante una ventana abierta. Los informes médicos señalaron que su muerte fue producto de un infarto. Sin embargo, cuando la señora Hubble evocaba en su memoria aquel suceso, cuando se lo relataba a sus hijos y a sus nietos, siempre hacia alusión a un detalle al que ningún forense daría valor, un aspecto en el que ningún inspector de policía repararía: el señor Winsloe sonreía, algo que durante nueve largos años a su servicio nunca le había visto hacer.